Es de día cuando me levanto desganada de la cama para, como todas las mañanas, mirar mis ojeras y mi pelo despeinado en el espejo del armario. El reflejo que obtengo de mí misma es igual de patético que el del resto de los días, pero, en esa ocasión, me muestra algo extraño. A mi espalda, a través de la ventana, parece que se ve un grupo de árboles, como si hubiera un parque cerca de mi hogar. Me giro para comprobar si es cierto y, al ver que es así, sé que todavía estoy dormida. Hace tiempo que vivo en una décima planta en un barrio obrero donde lo único que se ve en el horizonte es el gris del cemento. Me encantaría que esos árboles existieran, pero, a estas alturas de mi vida, he aceptado mi realidad.
Sabiendo que no me queda otra opción, hago lo único que puedo hacer, vuelvo a meterme en la cama y cierro los ojos.
Despierto y, de nuevo, es de día en mi habitación. Al
igual que en el sueño anterior, todo está como siempre ha estado colocado, no hay nada que desentone, pero sé que hay algo que está mal. Me
incorporo apartando las mantas y las sábanas para mirar a mi alrededor
mientras pestañeo. No estoy sola. Junto a mi cama, hay una niña de apenas un
metro de altura. Lleva su pelo castaño oscuro cortado como lo llevaban las
niñas en los años ochenta, como si fuera a tazón, pero con el flequillo un poco
más corto. Me mira fijamente por encima de sus dos manitas apoyadas en el pie
de mi cama, solo que su cara no es la de una niña, es la de una anciana. Grito
de miedo y, de repente, me comporto como un felino. Me pongo a cuatro patas
sobre la cama, clavo mis dedos entre las sábanas como si fueran garras y bufo con rabia. Entonces, comienzo a oírlo. Sé que no es una campana, es una
especie de gong chino por lo que reverbera en el interior de mi cabeza. Suena
dentro de mí, es de mi mente de donde proviene el sonido. Gong… gong… gong.
Suena tan alto que chillo de dolor y me llevo las manos a los oídos como si así
pudiera amortiguar el sonido…
Cierro los ojos. Estoy soñando.
Me despierto una vez más y es de día. Esta vez no
cuela. No es de día en el mundo de los despiertos, ahora lo sé, eso es lo
primero que está mal en estos sueños.
Cierro los ojos una vez más y pido despertar.
Mis ojos se abren una vez más y por fin es de noche a mi alrededor, como debe ser. Algo frío y muerto toca mi cara. Intento apartarlo, pero no puedo. Aterrada, me siento de golpe en la cama, el corazón latiéndome desaforado, y esa cosa muerta cae sobre mi regazo, pero no lo hace sola, hay otra cosa muerta que también ha caído con ella. Intento razonar y entender qué es lo que está pasando y por qué no siento mis brazos. Me doy cuenta de que esas cosas muertas son aquello que me falta, mis extremidades vacías de sangre y calor. Se me ha cortado la circulación en los hombros y necesito reanimarlas. Agito mi torso a un lado y a otro hasta que siento un cosquilleo y comienzo a poder mover mis manos. Suerte que me he despertado a tiempo, debo de llevar un buen rato sin sangre, podría haber perdido los brazos si hubiera seguido durmiendo algo más.
Con una mirada
cansada y el conocimiento de que esta vez sí que he despertado de verdad,
observo el despertador. Me queda media hora hasta que me llame al orden, media
hora en la que puedo meditar sobre los estragos que el estrés está haciendo en
mi cuerpo: noches de pesadillas, problemas de circulación, pérdida de cabello…
Una hora y dos cafés después, me dirijo a recibir mi
dosis diaria de tortura en mi lugar de trabajo. Odio tener que ir allí, pero, aunque me
gustaría dejarlo, estoy atrapada por la necesidad económica y un progresivo
deterioro personal que ha agotado mis fuerzas hasta el punto de no sentirme
capaz de buscar uno nuevo. Aún abotargada, me siento en el metro y me preparo
mentalmente para lo que me depara el día: personas envidiosas, malos
comentarios, jugarretas e insultos infinitos.
Ya estoy a un par de paradas de mi destino cuando una
mujer se sienta a mi lado y me mira extrañada.
—¿Tú ves? —me pregunta, y no es la primera vez que
alguien me cuestiona sobre eso.
Niego con la cabeza y contesto:
—No. No sé por qué siempre me preguntan lo mismo, pero
no. —Es verdad, no tengo el don de la videncia, pero cada dos por tres alguien
se para junto a mí y me dice algo extraño que se supone que debo comprender.
La mujer me sonríe ahora que sabe que entiendo de lo
que habla.
—Ella va contigo. La vieja. Está aquí, cuidando de ti,
siguiendo tus pasos. La necesitas, la muerte te persigue.
—¿Qué? —contesto sorprendida y me pongo nerviosa al
ver que la mujer se levanta del asiento y se dispone a abandonar el vagón de
metro sin explicarme nada más—. ¡Escuché el gong y la vi, pero no sé quién es!
—le grito antes de que se vaya.
—Es familia, es pasado. Es una protectora —dice la
mujer antes de desaparecer a través de las puertas automáticas.
Mis párpados caen.
Despierto. Estoy apalancada en uno de los asientos de
un vagón de metro atestado. El tren se ha detenido y la voz automática del
interior está pronunciando el nombre de la estación en la que se supone que
debo apearme. Salto de mi asiento y aparto a la gente para salir justo a tiempo
antes de que las puertas se cierren sobre mí. Después, camino sola hacia mi
tortura diaria.
¿Realmente estoy sola?
Nº Registro Safe Creative: 2306134574393
Escrito el 11/06/2023